Si los hombres mienten para evitar los conflictos, para impresionar a las mujeres y a los amigos, para salir de trampa o para evadir una responsabilidad que los aburre... Qué es lo que nos motiva a nosotras, precursoras de la verdad, emblemas de la moral, próceres de la justicia y del ajusticiamiento, a escudarnos en la mentira en un sinfín de oportunidades? Y que, además de mentir, nos llevemos nuestros secretos a la tumba, sin pisarnos ni contradecirnos jamás, llegando al punto de jurar sobre una Biblia la mentira más absurda con ojos sinceros y húmedos de emoción?
Somos mejores actrices, no hay duda. Pero no es solo eso. Conozco muchas mujeres que mienten solamente para preservar la imagen idílica que su novio o marido tiene sobre ellas: mienten sobre su pasado, sobre sus fantasías, perversiones y masturbaciones.
En esos temas pertenezco más bien al rubro sincericida: en las cosas privadas, en esas que escandalizan, que provocan espanto en el otro, digo siempre la verdad. Siempre. No importa lo que me pregunten. Y espero lo mismo del otro, cosa que por supuesto no sucede.
En cambio, miento para hacer creer al otro que sé menos cosas de las que sé. En cualquier situación, de cualquier tema. Miento porque no quiero que el otro adivine los laberintos retorcidos de mi cerebro, mi profesión oculta de detective y de espía, mi frustración eterna por no haber nacido Mata Hari.