Hay algunos olores que nos llevan siempre a la infancia. En mi caso, el olor del pallier de entrada al edificio donde vivían mis abuelos hace 25 años, en la calle Posadas; o el olor de las páginas de los libros viejos y un poco húmedos, de misterio y aventura; o el olor de la ropa de mimamá, apilada y apretada en sus cajones, que siempre olía distinto al resto de la ropa de los integrantes de la familia.
Por razones que sería muy extenso detallar, ya que tendría que relatar episodios completos de algunas lecturas de la niñez, pensar en helado de vainilla me remite a Enid Blyton, autora de las sagas de Los 7 Secretos y Los 5 Pesquisidores.
Comer pan con manteca me lleva inmediatamente a Oliver Twist y a la madrugada de su salida del hospicio de mano del señor Bumble.
Caminar en patas por el pasto me convierte automáticamente en Huckleberry Finn o en Tom Sawyer.
Así podría seguir enumerando hasta el infinito. Es como tocar un cable que está conectado con otro y pum!, se produce el chispazo del otro lado.
Y hay personas que son siempre infancia; al tomar contacto con ellas, el cable nos lleva directamente ahí. No importa la cantidad de años que hayan pasado, o que ahora tengan arrugas, o amarguras y frustraciones. Cada vez que las encontramos volvemos a sentir la risa, el brillo y la complicidad de los primeros años, y por algún motivo secreto esa impronta prevalece sobre cualquier otra cosa.